El mayor miedo de las clases dominantes ha sido siempre que el pueblo se politice, que adquiera consciencia de su protagonismo y valía en el entramado social y organizacional de un país o de una comunidad. De eso dan buena cuenta los innumerables intentos de acallar la voz de las masas, que podemos encontrar en nuestra historia reciente.
La siembra del terror, traducido en miedo al compromiso político y social, no ha sido nunca aleatoria o casual: las FFAA de nuestro país, rara vez han tenido la oportunidad de cumplir con la función que les da razón de ser, que no es otra que la de defender la Patria de amenazas externas. Como instrumentos de la derecha conservadora, su misión ha sido la de disuadir al pueblo de reclamar
por sus derechos.
Desde su puesto en el Departamento de Trabajo, al que, irónicamente, accedió luego del golpe del G.O.U. en 1943, y, posteriormente, desde la Secretaria de Trabajo y Previsión Social, durante el gobierno de facto del General Pedro Pablo Ramírez, Juan Domingo Perón se ocupó de empoderar a las masas desclasadas, con medidas revolucionarias para la época, como el reconocimiento de los peones rurales como verdaderos trabajadores, los convenios colectivos de trabajo y las vacaciones pagas para todos los laburantes, entre otras. Medidas que echaron raíces profundas, y que hoy defiende hasta el anti-peronista más acérrimo.
Ya como Presidente, el decreto Nº 29.337 del año '49 garantizará la gratuidad universitaria para todos los latinoamericanos, vigente hasta nuestros días y refrendada hace bien poco. La reforma constitucional de ese mismo año, daba por tierra el Real Patronato, legalizaba el divorcio y atacaba al capitalismo en su espíritu: otorgarle carácter social a la tierra está necesariamente reñido con la sacralización que de la propiedad privada se hace.
Estas medidas re-valorizaban, en cierto punto, las ideas de Mariano Moreno, acerca de la toma de consciencia por parte de los pueblos. Ideas que habían sido echadas al olvido por el triunfo de la oligarquía agraria, inmediatamente después de la proclama de Independencia.
Es comprensible que semejante ruptura con la estructura social impuesta, tuviera como consecuencia un ataque furibundo por parte de los sectores más conservadores, como ser: las FFAA, el radicalismo heredero de Alvear, la cúpula eclesiástica, los especuladores extranjeros y los empresarios fáusticos; y que se empotrara una defensa igual o más airada.
Este rechazo a la ampliación de derechos -tan vigente-, halló cauce en el ataque terrorista más violento que sufrió nuestro país en toda su historia: el bombardeo a la Plaza de Mayo, del que se cumplieron 61 años el pasado Jueves 16 de Junio.
Bendecidos por la Iglesia Católica, afanosos de una cruzada y con los crucifijos pintados sobre la señal de Victoria, 22 North America, 5 Beerchraft, 4 Gloster y 3 Anfibios Catalina, pertenecientes a la Aviación Naval y a la Fuerza Aérea argentina (*), oscurecieron el cielo y el futuro de la Nación, bombardeando a mansalva a miles de inocentes, con el oscuro propósito manifiesto de matar a Perón, y con el aun más oscuro, por velado, de despolitizar a las masas, eliminando al peronismo, para re-hacerse con un poder que creían -y creen- merecer por derecho de nacimiento. Todo en el nombre de Dios, la Patria y la Bandera.
El virulento ataque se sostuvo durante 5 horas, y el saldo de la masacre fue de
364 muertos y más de 2000 heridos, 79 de ellos con lesiones físicas permanentes. Todos civiles: adultos, jóvenes... y niños que no pudieron escapar de un autobús escolar.
Los atacantes, a las órdenes de Eduardo Lonardi y Pedro Eugenio Aramburu, entre los cabecillas más destacados, se refugiaron en Uruguay, donde el gobierno de Luis Batlle Berres los asiló como si fueran héroes de la Patria, y no criminales que acabasen de regar las calles de Buenos Aires con la sangre de sus compatriotas, en nombre de una libertad que apestaba a foraneidad.
La Revolución Libertadora, que se inició con esta sangría, fue un esperpento político que se basó en la persecución y proscripción del peronismo, iniciando una sucesión de etapas cada vez más aciagas, culminando en el genocidio del '76 al '83.
Hace unos años leía, en una edición de la revista VIVA, una entrevista a algunos de los atacantes, donde, con total impunidad, narraban la planificación del horror sin mostrar un ápice de arrepentimiento. Uno de ellos era Osvaldo Cacciatore, que en ese tiempo era capitán brigadier de la Fuerza Aérea, y que hiciera fortuna durante la última dictadura cívico-militar, con el oprobio de la Patria contratista, en sus negociados con las empresas de la familia Macri, y la posterior estatización de sus deudas. La impunidad llega hasta nuestros días: no sólo pagamos las deudas fraudulentas de SOCMA, tomadas por un terrorista, bombardero de su propio pueblo como Cacciatore, sino también un sueldo como Presidente al hijo bobo de Franco y, con los años, le pagaremos una jubilación de lujo.
Osvaldo Vergara Betiche, en su blog Cultura y Nación, lamenta que nosotros no tuviésemos a un Pablo Picasso que inmortalizara la barbarie, como hiciera el maestro malagueño en su Guernica. Ambas escenas se parecen mucho. La diferencia, advierte, radica en que la ciudad vasca fue atacada y reducida a escombros por fuerzas alemanas dentro del contexto de un conflicto bélico; Capital Federal fue bombardeada en tiempos de paz, por las FFAA nacionales -hay que insistir en este punto- para matar a un Presidente elegido democráticamente, y asegurarse de que sus seguidores desistieran de continuar con esas ideas.
Hernán Patiño Mayer, integrante de Cristianos para el Tercer Milenio, sostiene en una nota para el diario Página12, de 2014, que el aspecto medular en todo esto, sigue siendo la impunidad: a día de hoy, a cualquiera que se le pregunte cuál fue el peor atentado terrorista que ha sufrido la Argentina, responderá con celeridad y sin titubear que se trató del atentado a la AMIA, desconociendo que el número de muertos del inicio de la Revolución Libertadora, casi llega a cuadruplicar la cifra. No se trata de restarle importancia o gravedad, sino de poner de relieve cómo, aunque la impunidad es análoga y atemporal, uno de ellos es silenciado, o señalado, de manera perversa, como un acto de justicia.
Nuestra historia, como afirma el siempre vigente Eduardo Galeano, es una historia de derrotas tras derrotas. En cuanto levantamos un poco la cabeza, viene un borceguí y nos la pisa. Pero los fachos también se aggiornan, ya no se presentan en aviones de guerra, para asesinarnos sin cuartel: hoy tienen programas de TV y radio, o hablan un lenguaje juvenilizado y bailan cumbia en algún balcón de la Casa Rosada, mientras con su desidia hipotecan nuestro presente y futuro. Pero es sólo la máscara: si uno se fija bien, ahí están la mirada calculadora y la sonrisa sardónica.
Vienen por lo mismo que antes: por nuestro empoderamiento, por nuestros derechos, por nuestra autodeterminación y por nuestra identidad. Tristemente creo que nos lo merecemos: no supimos defender las conquistas. Todos los días cae una bomba que destruye lo que empezábamos a construir con esfuerzo, por incipiente que fuera. Bombas ajenas y bombas propias. Algunas son de estruendo, otras de humo. Pero siempre dañan. La naturalización del desasosiego sólo puede combatirse con memoria...
Los que ganan escriben la Historia... y también la borran.
Juan Bautista Martínez (Columnista)
Fuentes:
- Hernán Patiño Mayer – “El peor atentado de la historia” – (Página 12 – 31/07/2014)
- Marcelo Larraquy – “El bombardeo y la caída” – [(Capítulo 4 de "Marcados a fuego (2). De Perón a Montoneros", Aguilar, 2010]
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