En 1968, una de las más prestigiosas revistas inglesas de divulgación científica, la Proceding of the Royal Society of Medicine, publicó un estudio realizado en, alrededor de 40, hombres homosexuales, sobre los distintos resultados de las terapias de aversión. Las mismas, iban desde la inoculación de químicos que provocaran vómitos ante la presencia de estímulos homoeróticos, hasta la electrocución durante aquellos momentos de excitación que se buscaban corregir.
Lo cercano de la fecha, no debe resultarnos sorprendente, si tenemos en cuenta que la Inquisición, como institución formal de la Iglesia Católica, se cerró recién en el mismo año.
Mucho antes de que ésta, la Iglesia, monopolizara el control de la espiritualidad en Occidente, existieron numerosas civilizaciones que entendían la sexualidad de manera distinta al mandato judeocristiano, de retozar únicamente para perpetuar la especie. En la Antigua Grecia, por ejemplo, no existía un concepto de la heterosexualidad y de la homosexualidad tan marcado como en la actualidad, sino que ambas prácticas convivían sin, mayor o menor, problema.
De hecho, inspirados por dos grandes héroes de la mítica guerra de Troya, Aquiles y Patroclo, quienes, se nos narra en La Ilíada, además de amigos y compañeros de armas, eran amantes, los comandantes tebanos, Górgidas primero y Pelópidas más tarde, conformaron el Batallón Sagrado de Tebas. Éste ejército constaba de parejas de soldados, amante y amado, que luchaban espalda con espalda, y llegó a ser uno de los cuerpos de élite más importantes del Mundo Antiguo.
La poetisa griega Safo, en su isla de Lesbos, cantó al amor entre mujeres, y la reminiscencia de su obra nos supervive. Además de que, adivinarán, de su gentilicio deviene la denominación usada para referirse a la homosexualidad femenina, exclusivamente.
En el Antiguo Testamento hebreo, sin embargo, se nos narra la caída de Sodoma y Gomorra, debido a las “perversiones” de sus habitantes.
Vemos así, que lo que era considerado normal, para ciertas culturas, no sólo no lo era para otras, sino que implicaba, además, un castigo divino.
Friedrich Nietzsche, en su “Genealogía de la Moral”, realiza una búsqueda cronológica del significado de la moral, del bien y del mal, desde la Antigüedad a su tiempo, descubriéndonos, que lo que se considera moral o inmoral, bueno o malo, en determinado lugar y momento histórico, no procede de un mandato omnipotente e incuestionable, sino que responde a las diferentes idiosincracias que constituyen las diversas culturas.
A lo que nos atañe, es análogo lo que sucede con el concepto de “normal” o “lo normal”. Etimológicamente, lo normal es aquello que se ajusta a la norma, que se halla de conformidad con ella. ¿Quién decide, entonces, qué es normal y qué no lo es? Nuestras sociedades occidentales, paridas al calor de la Ilustración, abrevan, principalmente, en el concepto de “Contrato social”, para su organización social y política; pero su moral ha sido determinada, en mayor medida, por la religión: el cristianismo como mascarón de proa.
Ya en su Divina Comedia, Dante Alighieri, en su descenso al Infierno, encuentra que uno de sus círculos estaba destinado especialmente para los homosexuales. Allí, entre los más célebres, reconoce al mismísimo Julio César.
Durante la Edad Media, los autodenominados representantes de Jesucristo, se arrogaron el derecho a castigar salvajemente, con torturas y ejecuciones, barbáricas, cualquier práctica sexual que, dentro de su ascetismo autoinflingido, consideraran como desviada de la norma. Establecida ésta, a su vez, por ellos.
Más acá en la Historia, y dejando atrás el oscurantismo medieval, también hubo quienes sufrieron cárcel y persecución: Oscar Wilde, Paul Verlaine, Alan Turing, por nombrar sólo a algunos; fueron hallados culpables de encontrar el placer en la virilidad reflejada. Aunque los dos primeros nos hubieran regalado versos exquisitos, y el último haya sido clave en la derrota de los nazis, durante la 2da. Guera Mundial, según nos recuerda Hollywood, en la película “The Image Game” (2015).
Algunos autores, gustan de establecer un paralelismo entre lo que significó el Renacimiento, en la Modernidad, y la revolución cultural en los años '60. Mientras que en el primero, se resignifican los valores -no sólo estéticos- de la Edad Antigua, este segundo período estuvo signado por movimientos políticos y culturales: reclamos por la paz, Mayo francés, boom latinoamericano de literatura, y proclamas de amor libre. Guerra de Vietnam en marcha, y Guerra Fría en su cénit.
En este contexto, los movimientos LGBT comienzan a tener una relevancia cada vez mayor, y una visibilidad como nunca habían tenido en toda la historia. Más, no será sino hasta 1969, durante los disturbios conocidos como “de Stonewall”, que los colectivos de la diversidad se enfrenten contra la opresión de un sistema policíaco discriminador y hostil, que establecía penas que contemplaban sanciones monetarias y prisión. A partir de entonces, ya no habría vuelta atrás.
En nuestro país, años después del terrorismo de Estado, sobrevivían -de manera más brutal, puesto que, a día de hoy existen- cierto tipo de controles policiales, atentos a cualquier situación de anormalidad. Se les llamaba razzias, e incluían, dentro de sus funciones, reprimir y hacer cumplir los edictos policiales, que pesadamente habíamos heredado de la dictadura. Los mismos podían disponer, desde prohibir la reunión de más de dos personas en un espacio público, a permanecer en la calle tarde en la noche.
La homosexualidad, además de patológica, era también considerada una contravención, por lo que muchos gays sufrían el asedio de los agentes de la ley. Ante esta situación, el 16 de Abril de 1984, en la discoteca Contramano, alrededor de ciento cincuenta personas dan por constituida la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), a fin de hacerle frente a la injusticia social de que eran víctimas.
Su política de visibilidad supuso un inédito en la historia nacional, y, desde entonces, podríamos decir que su lucha ha sido fructífera. Hemos conseguido, como sociedad, erradicar la imagen del homosexual como condimento picaresco que provoca risa. Y ciertos discursos, que atrasan años, si bien pueden seguir oyéndose en determinados círculos, son hoy señalados como rescoldos de una hoguera que ya no se prende para sacrificar a los “putos” y a las “tortas”.
Como decíamos para el Día Internacional de la Mujer, hoy día ya no podemos seguir pensando que la lucha por los derechos de las minorías, son una lucha-de-las-minorías. La clave para desterrar la opresión y la ignorancia, es la transversalidad de causas: tu lucha es mi lucha. Reiteramos: las conquistas de unos, en pos de la libertad, engrandecen al conjunto. Siempre.
Entonces, podemos decir que, sin duda, una de las conquistas más significativas de los últimos tiempos, en cuanto respeto por la diversidad, ha sido la Ley de Matrimonio Igualitario, sancionada en 2009, y que permite contraer matrimonio a personas del mismo sexo. Neanderthalidades al margen, dio gusto escuchar a líderes políticos manifestando su apoyo, basándose, simplemente, en que estamos en el siglo XXI. Una ley a favor de las minorías, cualquiera sea, debe contar con adhesión popular, y eso ocurrió con este proyecto y con su posterior sanción.
Filosóficamente, es debatible lo positivo o lo negativo de que, en un Estado haya más o menos leyes. Pero como, filosóficamente, todo es debatible, vamos a saltearnos esto, entonces, para pasar de lleno al segundo eje de esta columna. Para ello vamos a manifestar nuestra adhesión a otra ley de la democracia, también inédita: la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, 26.522, o Ley de Medios, como fue popularmente conocida.
Sí, bueno, lamentablemente, dicha Ley fue.
Nuestro sistema capitalista, es injusto, entre tantas otras cosas, y se lo combate, por permitir el monopolio. U oligopolios, si nos ponemos más rigurosos. Es decir, que algunos pocos acaparen la mayor parte de los recursos, mientras la mayoría nos disputamos las migajas.
Otra particularidad interesante, es el punto de vista de que TODO es una mercancía, ipso facto o en potencia. Los milicos de la última dictadura, consolidaron la visión neoliberal, lo que, combinado a su afán de controlar los medios de comunicación, se tradujo en la sanción de una ley de medios acorde a su espíritu.
Al calor de esta legislación, los mismos medios que titularon el Golpe de 1976 como Total normalidad, crecieron exponencialmente, conformando oligopolios mediáticos que, hoy en día, son verdaderos krakens empresariales. Imagínese ud.: ve una noticia en un canal de TV, escucha la misma noticia en la radio, vuelve a toparse con la misma noticia en el diario. No podemos saber, a priori, si dicha información es fidedigna o no. Y aquí surge un doble juego: podemos ignorar que ese canal de televisión, esa señal de radio y ese diario pertenezcan al mismo dueño; o podemos saberlo y que lo consideremos normal.
Si se da este último caso, ¿cuál es aquí la norma? Pues, la que dicta la voracidad neoliberal. Sucede que estamos consintiendo una injusticia, porque consideramos que la información y la licencia para distribuir la misma, son, de hecho, mercancías. Y siguiendo este razonamiento, encontraremos correcto que se maneje de este modo, mediante las reglas del capital.
Una legislación nueva era, además de necesaria, obligatoria. Desde la vuelta de la democracia, podemos rastrear proyectos de ley para modificar o sustituir la antigua ley por una más democrática, valga la redundancia. Los ex-presidentes Raúl Alfonsín y Fernando De La Rúa, enviaron al Congreso sus proyectos, pero no contaron con apoyo, debido a las presiones de quienes verían lesionados sus manejos dudosos. Ya no estábamos en una dictadura, pero poco se advirtió que aun seguíamos bajo el yugo económico neoliberal.
Fue recién en Agosto de 2009, que la ex-presidenta Cristina Fernández de Kirchner envió el proyecto que se sancionaría en Octubre del mismo año. Hasta entonces, el ataque de los medios concentrados hacia la mandataria había sido indisimulado, pero a partir de ahí se cometieron verdaderos atentados mediáticos.
El debate más importante que introdujo la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, es aquel acerca de que la información, y los canales para distribuirla, son un derecho, y no un bien de mercado. Por ende, es imperioso democratizar. Ése fue el quid de la ley, y no otro, ya que en ningún momento menciona regular sobre los contenidos. Debate, un poco adormecido, pero que está presente. Porque los krakens son feroces, ellos nos interpretan la realidad, y nosotros los dejamos, porque nos parece normal que así sea.
El Grupo Clarín y es el oligopolio mediático por excelencia en nuestro país, y jamás acató la ley. Podrá ser legal, pero, para ellos, no era normal. Lo que resulta lógico, porque la ley puede emanar de autoridad competente todo lo que quiera, pero a la “norma” la imponen quienes tienen los medios. El nuevo gobierno, obediente a los interpretadores, hizo todo lo posible por anular el logro que resultó de la nueva Ley de Medios. Disolvió el AFSCA, ente creado para hacer cumplir la ley, y desvirtuó su texto. Y con eso su espíritu. Fue hace apenas semana y media.
Pocos medios se hicieron eco de la noticia, salvo algunos portales de internet. Pero, estoy más que seguro, de que muchos, al otro día, se morían de ganas de volver a titular: Total normalidad.
Una de las características nodales de la posmodernidad, es la ausencia de absolutos: hoy nadie sería creíble al hablar de Normalidad, con mayúsculas. Yo sostengo que somos todos anormales, eso nos hace a iguales, y a la vez, únicos.
Nuestra lucha es por los derechos, pero también contra los absolutos, los supuestos y las naturalizaciones. Ojalá de nosotros, como del Batallón Sagrado de Tebas, pueda alguien exclamar, el día de mañana, las palabras de Filippo II de Macedonia, padre de Alejandro: “Perezca quién crea que estos hombres o sufrieron o hicieron algo indebidamente.” Sabemos que la injusticia no tiene por qué ser normal.
Juan Bautista Martínez (Columnista)