domingo, 1 de mayo de 2016

FÁBULAS


Re-pensada a la luz de un análisis, apenas, más profundo, la fábula de la hormiga y la cigarra, nos arroja a la cara la insoportable falta de solidaridad de parte de la pedante hormiga, antes que enseñarnos una lección acerca del trabajo. En el relato, la cigarra moría de frío y hambre, por haber osado divertirse durante los calurosos días de verano, mientras la primera se afanaba en acaparar alimentos con que sobrellevar el invierno.
Se ha naturalizado, desagradablemente a mi gusto, el escuchar, en diversos ámbitos, auto-denominarse a buena parte de la población como “los que trabajan” (como hormigas), en flagrante oposición a una supuesta porción de peligrosas “cigarras” que viven a costillas suyas. Pero, aun dentro del colectivo de hormigas, las mismas establecen una marcada diferencia entre quienes pertenecen al sector privado, considerándose a si mismas como las verdaderas laboriosas, y quienes se desempeñan dentro del sector público.
Ese “Estado” que conformamos todos nosotros, insectos soberbios. Aunque no siempre en función de las necesidades de todos.
Suele enseñarse, dentro de los espacios pertinentes, que dicha institución tiene, por lo menos, dos funciones bien marcadas: como “nivelador”, para que los que tienen más no arrasen con todo, y para que los que han sido menos favorecidos no terminen de caer en la más abyecta miseria. Viéndolo así, el Estado sirve como salvoconducto del status quo: asegura que haya quienes tengan más y que otros sean, en efecto, menos favorecidos. No significa un cambio real, ni para mejor ni para peor, sino un equilibrio bastante cuestionable.
O bien, según otra interpretación, como garante de los intereses de la clase dominante.
La “Gran Depresión”, producida con la caída de la bolsa de Wall Street, en los años de 1929 y 1930, dio lugar a un re-planteamiento profundo del rol del Estado, antes visto sólo como el estadio donde se jugaban los partidos de los poderosos.
En la fábula del labrador y la serpiente, el noble trabajador recoge una serpiente aterida, a fin de cuidarla hasta que sane e, incautamente, recibe el saludo mortal cuando su huésped despierta.
Como la serpiente, el circuito económico occidental había sufrido un revés que lo dejó zaherido. El labrador que lo acobijó en su seno, se llamó John Maynard Keyness.
Este pensador logró que se re-valide al Estado como un agente activo en la economía, y eso decantó en el llamado “Estado de bienestar”, es decir, brindando servicios en reconocimiento de derechos sociales. Porque “donde hay una necesidad hay un derecho”. Y eso no es fábula.
El keynesianismo se erige, entonces, como una forma de “humanizar” el capitalismo, para que no se fagocite a sus propias crías. Pero éste, como la serpiente de la fábula, muerde a quien le salva la vida.
Criticado por quienes conciben la vida humana pura y exclusivamente desde la óptica de la competitividad empresarial, el Estado de bienestar entra en crisis cuando el capitalismo se robustece. Pero, aún hoy, numerosos países adoptan, totalmente o en parte, políticas económicas de corte keynesianas y neo-keynesianas, aunque no sin resistencia de parte de los sectores concentrados de riquezas.
Éstos, cuando gozan de buena salud, y siguiendo el mandato de las potencias que conforman el capitalismo “central”, buscan reducir y, si es posible, eliminar, la injerencia del Estado en el circuito económico, porque sigue viva su fe clásica en la auto-regulación de la economía. Consabida falacia, fácil de comprobar si uno se detiene a observar el derrotero histórico de, sin ir más lejos, nuestro país.
Argentina siempre ha sido blanco de políticas rapaces, aceptadas mansamente por los sucesivos gobiernos, pero que alcanzaron la cúspide de la legitimidad con el Consenso de Washington, otra fábula, que exigía el achique del Estado. Y que llevó, entre otras cosas, a la hecatombe en 2001.
Vivado por buena parte de los periodistas estrella de los mass-media, Bernardo Neustadt, por ejemplo, el desguace del Estado no significó sólo el desprendimiento de sus activos vertebrales, sino el despido masivo de la gran mayoría de sus empleados.
La ecuación es simple: un Estado presente tiene amplia influencia en las decisiones económicas, porque considera que la economía tiene que estar al servicio de la política y no al revés. Como ejecutor de esas políticas, debe hacerlo mediante diferentes organismos creados a tal efecto. Esos organismos necesitan personas que se desempeñen y los lleven a cabo.
Ergo, para achicar al Estado, hay que empezar por todas esas hormigas defectuosas del sector público que mencionaba antes.
Durante la década del '90, la destrucción comenzó con los puestos de trabajo dentro de la esfera pública, pero no cesó ahí, sino que continuó con el desmantelamiento del tejido industrial del país. Y lo que parecía el reclamo consumado de buena parte de la población laboriosa -la del sector privado-, se transformó en una pesadilla colectiva, con la acentuación obscena de la exclusión y la vulnerabilidad social, que había empezado por el Estado, pero que acabó castigando duramente a toda la población. De esta época data la multiplicación de pobres y villas de emergencia. A estas políticas económicas les debemos la exclusión del circuito laboral -por no decir mercado- de generaciones enteras.
El intento de volver al Estado, luego de la crisis de 2001, trajo aparejado, naturalmente, un aumento paulatino de trabajadores que desempeñaran la repartición de servicios, que ese nuevo Estado se dispuso a brindar -y que el retorno al liberalismo más fiero, desde Diciembre pasado, decidió discontinuar-. Pero para no contribuir al relato, fabuloso, de la superpoblación de empleados públicos, los datos, tomados desde portales de ultra-izquierda como “La Nación”, hablan de la incorporación de alrededor de 150.000 nuevos empleados al Estado, en 10 años.
Aunque es cierto que el kirchnerismo no resolvió las condiciones del sistema de empleo en el área pública, tuvo sus intentonas. Lo curioso es como, para justificar esta sistemática eliminación, el lenguaje hegemónico se vale del argot popular “ñoqui”, aunque bien podría ser cualquier otro; porque es más cómodo pensar en una inerte bolita de masa, antes que en personas de carne y hueso, muchos con familias, hijos... uno pensaría que, como los aldeanos del cuento, la gente ya sabría que al grito de “¡Viene el lobo!”, el pastorcito estaría burlándose de ellos otra vez. Pero verlos empuñando sus horquillas y encendiendo sus antorchas, nos demuestra lo contrario.
María Elena Walsh nos enseñó que las cigarras no se mueren de frío y hambre en invierno, sino que hibernan bajo la tierra, hasta el año próximo.
Aunque esto se está pareciendo, cada vez más, a la fábula de la serpiente que se introducía en la casa de un cerrajero y mordía porfiadamente una lima de acero, y cuya moraleja advirtíanos que cualquier amague de revertir la situación de injusticia será fútil.
Un aluvión creciente de nuevos desempleados, en tres meses, resultado de medidas que principiaron en el sector público, pero que rápidamente imitaron los privados, nos retrotrae a un pasado de flexibilización laboral funesto. Lo innovador es, claramente, la metodología: espiar perfiles en redes sociales, y decidir, por cuestiones puramente ideológicas, separar a trabajadores de sus puestos; no notificar estos despidos y, en numerosos casos, bloquear los ingresos a los lugares de empleo con las fuerzas de seguridad. Que también son públicas.
A continuación, la incertidumbre... pareciera que mucha gente no se ha puesto a pensar que, no importa que seas hormiga, cigarra o culebra: la bota nos va a aplastar a todos.
Evidentemente, no hay moraleja que nos curta.
 
 
 
 
 
 
Juan Bautista Martínez (Columnista)

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