domingo, 1 de mayo de 2016

LOS LIBROS DEL BUEN DECIR

Recuerdo, como si hubiese sido hoy, aquella mañana de Abril de 1616.
Temprano todos en la comarca estábamos abocados a nuestras diarias tareas; se agolpaban como de costumbre los vendedores con sus mercancías, y los niños correteando en las pantanosas callejuelas,
por todos lados se oía el parloteo del pueblo despertando un nuevo día.
Aquella mañana los pregoneros traían, además de los informes que la realeza imponía, una triste y lamentable noticia,
que nos dejaría a todos perplejos, desconcertados, sin alegría.
Por la madrugada, en Córdoba de Castilla, moría dueño de una de sus capillas, nuestro entrañable Inca Garcilaso de la Vega.
Tal era la desazón y el dolor para quienes lo conociéramos en vida que fue como si un baldazo de agua fría nos helara las costillas.
En profundo duelo nos hallábamos cuando alguien aventuró, como entre dientes, en Stratford ha muerto el Chespier, y Cervantes en una comisaría, de más está deciros que jamás se ha de olvidar este día!”
Esto bien podría formar parte de una sátira alegoría, escondida en algún libro, o en alguna memoria dormida. (Luciano Retamal)
Los seres humanos no actuamos directamente en el mundo, sino que nos valemos del lenguaje para ello. Y lo hacemos de dos maneras: internamente, para representarnos el mundo en que vivimos, al que accedemos a través de nuestra percepción, creando un modelo del mismo; y para comunicarnos, exteriorizando nuestro modelo del mundo, presentándoselo a los demás. En el primer caso, razonamos, pensamos, imaginamos, planeamos, etc.; es nuestro lenguaje más, si se quiere, “auténtico”, ya que lo que compartimos con los demás, en el acto de la comunicación, será apenas una porción de este modelo interno.
¿Pero es realmente auténtico, nuestro, este lenguaje? Más adelante vuelvo sobre esta cuestión.
El lenguaje, más allá del habla, es una herramienta cognitiva para entender la realidad. Es nuestra -en este sentido sí- herramienta como especie. Y es común a todos los seres humanos. Según afirma Edward Sapir, en su libro Cultura, Lenguaje y Personalidad, no existe evidencia de ningún grupo humano, a lo largo y ancho del globo (en el buen sentido del término), que prescindiera del lenguaje como parte inherente a su naturaleza, con mayor o menor sofisticación.
Aclaremos: una cosa es el lenguaje, y otra el idioma. Éste último es un tipo específico de lenguaje, representativo de una determinada sociedad o tribu. Según el mito bíblico, hubo un tiempo primigenio en el cual todos hablábamos el mismo idioma, pero esto se terminó cuando el Dios bipolar de las Sagradas Escrituras, que era amor puro pero se la pasaba enviando castigos terribles, confundió las lenguas de los constructores de Babel.
A lo largo de las eras, algunos idiomas han ido evolucionando, deviniendo en nuevos, y otros directamente desapareciendo. El latín, de la familia lingüística del indoeuropeo (Wikipedia dixit), originado en la península del Lacio, donde se desarrolló Roma antes de ser Imperio, y luego como idioma oficial del mismo, es padre y madre, de otros grandes sistemas idiomáticos, como ser: el italiano, el portugués, el francés, el español, etc.
Nuestro idioma llega a nosotros a través de siglos de dominación española, desde la conquista y el genocidio de los pueblos originarios, imponiéndose sobre los dialectos nativos, a sangre, acero y religión. Y, por ende, a sangre, acero y religión, también, es que impusieron su lenguaje, su cosmovisión.
A modo de humilde devolución, nosotros nos apropiamos del idioma y lo transformamos: ya no es el castellano antiguo de los conquistadores, es un español latinoamericano. Aunque haya quienes sigan pensando en español, esto es colonialmente, muchos creemos, siguiendo el derrotero de otros tantos antes que nosotros, que es preciso fortalecer nuestra identidad latinoamericana, con un lenguaje propio.
Como toda herramienta, el idioma no es malo o bueno per sé: ha servido para decretar injusticias y justificar atrocidades, pero también para cantar los versos más tristes esta noche, describir Macondo, leer saltando de la Tierra al Cielo, narrar las crónicas del Ángel Gris, las desavenencias entre la ciudad y los perros, llorar con la elegía a Ramón Sijé, o para vendar las venas abiertas de una América Latina que no para de desangrarse (saludo al pueblo hermano de Brasil, cuya democracia está siendo desangrada en estos momentos, por los mismos buitres que nos comen a nosotros eternamente las entrañas, como a contemporáneos Prometeos), hasta gritar Nunca más. Y eso por nombrar sólo algunas pocas.
Suponemos que los habitantes de la antigua Roma, nunca imaginaron que, siglos después, de su dialecto iban a derivar las aventuras de un justiciero trastornado por las novelas de caballería, que decantaría en icono de la utopía; ni mucho menos, que 400 años después de la creación de tan ingenioso hidalgo, estaríamos haciendo una breve reseña para este humilde programa de radio. Pero así está la cosa.
De modo que hoy, 23 de Abril, no sólo se celebra el Día del Idioma Español, sino también el Día del Libro, en memoria del fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra, padre del idealista de La Mancha, pero también, aunque con un poco de trampa, del enigmático y afamado, a partes iguales, William Shakespeare; y del Inca Garcilaso de la Vega.
Desde La Ilíada y La Odisea, pasando por La Biblia, a la que hacía referencia más arriba, hasta las novelas rosas y policiales negros, pero también los manuales de escuela, los vademécums y las enciclopedias, ensayos filosófico o consideraciones más o menos intempestivas, los libros son herramientas fundamentales en la construcción del sujeto, ya sea que compilen saberes o historias. A través de ellos, y desde antes de la existencia de internet, podemos visitar lugares lejanos, conocer costumbres exóticas, o hasta viajar a otros planetas y a galaxias distantes, cuando no el centro de la Tierra o el fondo del mar. Todo desde la comodidad de nuestra casa, el asiento de una terminal de ómnibus, o un vagón de tren.
Subjetivamente, creo que un libro consta de dos partes: el material escrito por el autor, en cualquiera de sus formatos, y el lector que lo va a inteligir, según su propio bagaje. Quiero decir que puede leerse Mi lucha, de Adolf Hitler, y no por ello considerar que sea necesario realizar una limpieza étnica -eufemismo desafortunado-. O sí. De mi parte, nunca voy a entender cómo El guardián entre el centeno pudo haber inspirado el asesinato de John Lennon. Por eso, jamás voy a estar de acuerdo con la destrucción de material bibliográfico, porque, como bien decía Henrich Heine, “allí donde se queman libros, acaba por quemarse a los hombres”. Ray Bradbury supo plasmar magistralmente esta situación, en su Farenheit 451, donde la dictadura manda a los bomberos a quemar libros, y las personas son obligadas a permanecer frente a las pantallas. Esto lo saben todos los regímenes totalitarios de nuestra Historia: la Iglesia Católica, el nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano, el franquismo español, y todas las dictaduras latinoamericanas a lomos del Plan Cóndor.
Pero vuelvo sobre la construcción del sujeto. ¿A qué sujeto, valga la redundancia, nos estamos refiriendo? Hoy no existe el sujeto fuerte de la Modernidad, que instaló Descartes en el centro de la escena del pensamiento, con su Discurso sobre el método; pero tampoco existe el sujeto débil que la mentira neoliberal quiso instalar, a través de Fukuyama y su Fin de la Historia. Particularmente, me hago eco de la afirmación del filósofo José Pablo Feinmann, de que estamos en presencia de un sujeto absoluto comunicacional.
Nunca tuvimos, como civilización (siempre entre comillas), tanta oferta literaria (y de la otra) a nuestro alcance. Hoy, en 10MB, podemos tener las obras completas de Sigmund Freud y Julio Cortázar. El sistema, con su revolución comunicacional, pone a nuestro alcance todo el material literario, científico, político, filosófico, etc., porque está tan seguro de ganar, de aniquilar cualquier crítica, que puede darse el lujo de publicar la bibliografía de Karl Marx, por poner un ejemplo; la trampa la tiende con su lenguaje de inmediatez, a través del que se torna extremadamente arduo construir saberes que lleguen a conformar un corpus de pensamiento.
Puesto así, resulta más fácil tomar los saberes ya masticados y regurgitados por otros, que detenernos a construir nuestros propios conocimientos, con sentido crítico hacia lo dado. De esto se desprende que nuestra comunicación, es decir, nuestro uso del lenguaje en sentido externo, nos es bajada para que la reproduzcamos sin filtros. Y si, como afirma Jean Paul Sartre, “el objeto transforma al sujeto”, entonces nuestro lenguaje interno deja de ser nuestro, y pasa a ser el que el sistema determina que sea, según las necesidades de cada momento. Pensamos, razonamos e imaginamos lo que nos mandan pensar, razonar e imaginar. Somos interpretados por el sistema, capitalista, neoliberal, global o posmoderno -diferentes denominaciones del mismo siniestro-, a través de los mass-media.
No me gustan los nacionalismos, ni mucho menos los chauvinismos de necesidad y urgencia, pero sí creo que nuestro idioma se vulnera con la intrusión forzada de vocablos foráneos que, si nos descuidamos, acaban por reemplazar, en su uso, a los términos originales. Lo grave no es esta situación en sí, sino que cuando hablamos en un idioma, también pensamos en ese idioma. Y mientras sea meliflua nuestra propia identidad como pueblo, será tanto más fácil de colonizar, si colocamos la idiosincrasia extranjerizante que comportan las palabras de un idioma ajeno -el inglés como idioma oficial del imperio-, por delante del habla local.
Los libros están, dijimos, a nuestro alcance. Está en nosotros disfrutarlos, apagar un rato la TV y enfrentarnos a los textos, pero con espíritu crítico. Descartes mató a Dios antes que Nietzsche, cuando se atrevió a dudar de todo, menos de su propia duda. A nosotros nos queda la duda, no ya como un beneficio, sino como un arma. Dudemos de nuestro lenguaje, cuando nos demos cuenta que no se corresponde con nuestra realidad.
El lenguaje del sistema es el de los cantos de las sirenas, más, si conocemos el mito, sabemos que detrás de esa dulzura, de esa cadencia, se esconde la barbarie, en este caso, de millones de personas sin trabajo, sin vivienda, sin comida y sin oportunidades. Mediante sus distintas manifestaciones, el capitalismo habla un idioma diferente, diametralmente opuesto, al de necesidades y derechos que no reconocen entre español o inglés. Cualquier malintencionado podría afirmar que miente descaradamente. Seamos malintencionados entonces...
No me gustaría cerrar esta columna sin mencionar la escuela de la Gramática transformacional, de Noam Chomsky, y la Programación Neurolingüística, fundada por Richard Bandler y John Grinder -en verdad la segunda se basa enteramente en la primera-, que postulan, a grandes rasgos y con perdón por la simplificación, que si el mundo en el que actuamos, no es sino un modelo del mundo real, en tanto que modelo puede modificarse, cambiar, y ponen las herramientas y la responsabilidad de hacerlo en nosotros mismos, a través del lenguaje. Es muy interesante, pero necesitaría una columna aparte, así que se los dejo para otra ocasión.
Mientras, resistamos leyendo, leamos mucho: de los libros, de la pc, de dónde sea; porque, aunque parezca una paradoja macabra, las bibliotecas están corriendo el peligro de volverse ruinas arquitectónicas antes que las iglesias.

Juan Bautista Martínez (Columnista)





 Bibliografía:
- “La estructura de la Magia” Tomo I - Richard Bandler & John Grinder
- “La filosofía y el barro de la historia” - José Pablo Feinmann
- “Cultura, Lenguaje y Personalidad” - Edward Sapir
- “El desafío de los valores. Una propuesta desde la filosofía” (cap. 2 - “¿En qué mundo vivimos?”) - Gustavo Santiago
- Wikipedia

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